miércoles, 20 de enero de 2010

La historia silenciada de Haití


Adjunto un texto de Eduardo Galeano de 2004 (como se ve para nada reciente) que habla de la historia contemporanea de Haití. Es un poco largo, pero merece la pena si uno quiere comprender el contexto de la tragedia actual que vive el país.

La historia silenciada:
Haiti
Eduardo Galeano 4 de abril de 2004

El primer día de este año, la libertad cumplió dos siglos de vida en el
mundo. Nadie se enteró, o casi nadie. Pocos días después, el país del
cumpleaños, Haití, pasó a ocupar algún espacio en los medios de comunicación;
pero no por el aniversario de la libertad universal, sino porque se desató allí
un baño de sangre que acabó volteando al presidente Aristide.
Haití fue el primer país donde se abolió la esclavitud. Sin
embargo, las enciclopedias más difundidas y casi todos los textos de educación
atribuyen a Inglaterra ese histórico honor. Es verdad que un buen día cambió de
opinión el imperio que había sido campeón mundial del tráfico
negrero; pero la abolición británica ocurrió en 1807, tres años
después de la revolución haitiana, y resultó tan poco convincente que en 1832
Inglaterra tuvo que volver a prohibir la esclavitud.
Nada tiene de nuevo el ninguneo de Haití. Desde hace dos siglos, sufre
desprecio y castigo. Thomas Jefferson, prócer de la libertad y propietario de
esclavos, advertía que de Haití provenía el mal ejemplo; y decía que había que
“confinar la peste en esa isla”. Su país lo escuchó. Los Estados Unidos
demoraron sesenta años en otorgar reconocimiento diplomático a la más libre de
las naciones. Mientras tanto, en Brasil, se llamaba haitianismo al desorden y a
la violencia. Los dueños de los brazos negros se salvaron del haitianismo hasta
1888. Ese año, el Brasil abolió la esclavitud. Fue el último país en el mundo.
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Haití ha vuelto a ser un país invisible, hasta la próxima carnicería.
Mientras estuvo en las pantallas y en las páginas, a principios de este año, los
medios trasmitieron confusión y violencia y confirmaron que los haitianos han
nacido para hacer bien el mal y para hacer mal el bien.
Desde la revolución para acá, Haití sólo ha sido capaz de ofrecer tragedias. Era una colonia próspera y feliz y ahora es la nación más pobre del
hemisferio occidental. Las revoluciones, concluyeron algunos especialistas,
conducen al abismo. (cuando los poderosos no quieren, que se lo digan a
Nicaragua y toda latinoamérica) Y algunos dijeron, y otros sugirieron, que la
tendencia haitiana al fratricidio proviene de la salvaje herencia que viene del
Africa. El mandato de los ancestros. La maldición negra, que empuja al
crimen y al caos.
De la maldición blanca, no se habló.
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La Revolución Francesa había eliminado la esclavitud, pero Napoleón la había
resucitado:
—¿Cuál ha sido el régimen más próspero para las colonias?
—El anterior.
—Pues, que se restablezca.
Y, para reimplantar la esclavitud en Haití, envió más de cincuenta naves
llenas de soldados.
Los negros alzados vencieron a Francia y conquistaron la
independencia nacional y la liberación de los esclavos. En
1804, heredaron una tierra arrasada por las devastadoras plantaciones de caña de
azúcar y un país quemado por la guerra feroz. Y heredaron “la deuda francesa”. Francia cobró cara la humillación infligida a Napoleón Bonaparte. A poco de nacer, Haití tuvo que comprometerse a pagar una indemnización
gigantesca, por el daño que había hecho liberándose. Esa expiación del pecado de
la libertad le costó 150 millones de francos oro. El nuevo país nació
estrangulado por esa soga atada al pescuezo: una fortuna que actualmente
equivaldría a 21,700 millones de dólares o a 44 presupuestos totales del Haití
de nuestros días. Mucho más de un siglo llevó el pago de la deuda, que
los intereses de usura iban multiplicando. En 1938 se cumplió, por fin, la
redención final. Para entonces, ya Haití pertenecía a los bancos de los Estados
Unidos.
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A cambio de ese dineral, Francia reconoció oficialmente a la nueva nación.
Ningún otro país la reconoció. Haití había nacido condenada a la soledad.
Tampoco Simón Bolívar la reconoció, aunque le debía todo. Barcos,
armas y soldados le había dado Haití en 1816, cuando Bolívar llegó a la isla,
derrotado, y pidió amparo y ayuda. Todo le dio Haití, con la sola condición de
que liberara a los esclavos, una idea que hasta entonces no se le había
ocurrido. Después, el prócer triunfó en su guerra de independencia y expresó su
gratitud enviando a Port-au-Prince una espada de regalo. De reconocimiento, ni
hablar.
En realidad, las colonias españolas que habían pasado a ser países
independientes seguían teniendo esclavos, aunque algunas tuvieran, además, leyes
que lo prohibían. Bolívar dictó la suya en 1821, pero la realidad no se
dio por enterada. Treinta años después, en 1851, Colombia abolió la esclavitud;
y Venezuela en 1854.
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En 1915, los marines desembarcaron en Haití. Se quedaron diecinueve años. Lo
primero que hicieron fue ocupar la aduana y la oficina de recaudación de
impuestos. El ejército de ocupación retuvo el salario del presidente
haitiano hasta que se resignó a firmar la liquidación del Banco de la Nación,
que se convirtió en sucursal del Citibank de Nueva York. El presidente y todos
los demás negros tenían la entrada prohibida en los hoteles, restoranes y clubes
exclusivos del poder extranjero. Los ocupantes no se atrevieron a restablecer la
esclavitud, pero impusieron el trabajo forzado para las obras públicas. Y mataron mucho. No fue fácil apagar los fuegos de la resistencia. El
jefe guerrillero, Charlemagne Péralte, clavado en cruz contra una puerta, fue
exhibido, para escarmiento, en la plaza pública.
La misión civilizadora concluyó en 1934. Los ocupantes se retiraron dejando
en su lugar una Guardia Nacional, fabricada por ellos, para exterminar cualquier
posible asomo de democracia. Lo mismo hicieron en Nicaragua y en la República
Dominicana. Algún tiempo después, Duvalier fue el equivalente haitiano de Somoza
y de Trujillo.
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Y así, de dictadura en dictadura, de promesa en traición, se fueron sumando las
desventuras y los años.
Aristide, el cura rebelde, llegó a la presidencia en 1991. Duró pocos
meses. El gobierno de los Estados Unidos ayudó a derribarlo, se lo llevó, lo
sometió a tratamiento y una vez reciclado lo devolvió, en brazos de los marines,
a la presidencia. Y otra vez ayudó a derribarlo, en este año 2004, y otra vez
hubo matanza. Y otra vez volvieron los marines, que siempre regresan, como la
gripe.
Pero los expertos internacionales son mucho más devastadores que las tropas
invasoras. País sumiso a las órdenes del Banco Mundial y del Fondo Monetario,
Haití había obedecido sus instrucciones sin chistar. Le pagaron negándole el pan
y la sal. Le congelaron los créditos, a pesar de que había desmantelado el
Estado y había liquidado todos los aranceles y subsidios que protegían la
producción nacional. Los campesinos cultivadores de arroz, que eran la
mayoría, se convirtieron en mendigos o balseros. Muchos han ido y siguen yendo a
parar a las profundidades del mar Caribe, pero esos náufragos no son cubanos y
raras veces aparecen en los diarios.
Ahora Haití importa todo su arroz desde los Estados Unidos, donde los
expertos internacionales, que son gente bastante distraída, se han olvidado de
prohibir los aranceles y subsidios que protegen la producción nacional.
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En la frontera donde termina la República Dominicana y empieza Haití, hay un
gran cartel que advierte: El mal paso.
Al otro lado, está el infierno negro. Sangre y hambre, miseria, pestes.
En ese infierno tan temido, todos son escultores. Los haitianos
tienen la costumbre de recoger latas y fierros viejos y con antigua maestría,
recortando y martillando, sus manos crean maravillas que se ofrecen en los
mercados populares.
Haití es un país arrojado al basural, por eterno castigo de su
dignidad. Allí yace, como si fuera chatarra. Espera las manos de su
gente.

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